La enfermedad oculta una felicidad invisible para nuestros ojos.
Esta frase suena paradójica porque esa “falta de firmeza” generalmente provoca dolor; si al dolor se le añade una falta de “asentimiento” y aún más, pretendemos desvelar –totalmente- el fondo misterioso que la fragilidad del ser tiene, entonces nos topamos con el sufrimiento, ese añadido racional. El dolor es inevitable, el sufrimiento una elección.
Leibnitz el optimista pensaba que Dios creó el mejor mundo posible y entendía el mal (la enfermedad) como un defecto del ser, hoy yo podría decir: La enfermedad como OTRA manera de ser, un posicionamiento diferente del ser, un cambio de escenario, un esfuerzo del ser para sostener la Armonía Ontológica.
En mi experiencia, el verdaderamente enfermo acude a su cita con el destino cubierto con un velo de desamparo, en soledad y con una sutil fascinación.
Cualquier enfermo merece mi respeto y mi silencio antes que mi compasión o mis ganas de “actuar”, y confieso predilección por aquellos que –sin dejar de lado su tratamiento- han cubierto su dolor con la belleza del silencio.
Los tres amigos de Job se sentaron A SU LADO por siete días y siete noches, en silencio porque veían que su dolor era muy grande.
El silencio tiene fuerza.
He podido atestiguar cómo la enfermedad muchas veces es una lealtad al sistema familiar: a un antecesor con un destino difícil, a un dolor colectivo familiar, a unos padres enfermos, a un niño muerto antes que él, una especie de ofrecimiento sacrificial en honor de la familia…
Es una lealtad amorosa e inconsciente, cuyo resultado es el dolor / enfermedad y una concomitante felicidad ontológica, porque mediante la enfermedad, el enfermo tiene la ilusión (inconsciente del todo) de que renunciando a su vida y a su felicidad conseguirá salvar o asegurar la vida y la felicidad de los miembros de su comunidad, aun cuando estos ya hayan muerto, aun cuando no los haya conocido.
El médico está obligado a ofrecer sus recursos terapéuticos con el fin de curar al enfermo. El terapeuta, o mejor dicho, el “acompañante” debe ponerse en consonancia con el destino del paciente, como solicitando un resultado igualmente leal y amoroso, pero menos trágico: siguiendo el discurso de Leibnitz, el milagro es posible. El milagro ordinario sería: un asentimiento al destino tal como aparece y serenidad ante la grandeza de la enfermedad; el milagro extraordinario sería: La curación.
En los talleres de constelaciones esperamos ambos.
Frases como “sanar tu niño interior”, “sanar tu pasado”, “sanar tu alma” están muy en boga en los años recientes. Como médico, constato que es imposible obtener una verdadera curación si no se vive un proceso terapéutico que incluya los eventos de la infancia del paciente, pero también debe incluir los eventos de su familia aun cuando (en ellos) no haya participado él o ella físicamente, aun cuando no sepa nada al respecto y aun cuando hayan ocurrido en generaciones anteriores.
Los talleres de constelaciones son una bella manera de encarar digna y serenamente los eventos pasados personales y familiares. Es realmente sorprendente cómo se pueden tratar temas difíciles: la locura, las injusticias, los abusos, la muerte, las enfermedades graves, la desgracia en general… todo ello en un contexto de intimidad y respeto; en todos los talleres, los participantes nos quedamos con la sensación de haber trabajado con el grupo y para el grupo, de haber tocado temas difíciles y de haberlo hecho con personas que pareciera fueran amigos de toda la vida, aun cuando sea la primera vez que nos vemos. Esto es posible porque en el fondo, los participantes en el taller son representantes de nuestro sistema familiar, y es el permiso de nuestra familia lo que hace posible el ambiente de intimidad, respeto, dignidad y amor. Solo en ese contexto se puede conseguir la salud del alma que se manifestará en una vida libre, digna y amorosa.